Perfiles
Temple Manuelcha
Manuelcha Prado cumple medio siglo de música. Su principal aporte: la innovación en la técnica para la ejecución embrujada de las danzas de tijeras en solo de guitarra.
Y decidió aquella tarde dejarse llevar por el hilo del sonido de unas cuerdas y así llegó hasta una chichería. Paredes de adobe, techo de teja. Y descubrió ahí a un hombre sentado, arrancándole lamentos a una guitarra. Fue allí que inició todo. En Puquio. Manuelcha tenía unos doce años, recuerda.
“Mis tíos tocaban guitarra, también los vecinos —evoca, con la distancia de medio siglo transcurrido—. Yo escuchaba bastante música, pero no una guitarra de concierto, una guitarra que hablara y que penetraba hondo al corazón. Lo vi en una chichería”.
—¿Qué tocaba?
—Estaba tocando un tema que nunca supe el título.
Era 1969. Manuelcha guardó en su memoria aquella melodía extraña y dos décadas después lo reprodujo en su primer disco. Faltaba el título. Manuelcha lo bautizó como “Lamentos del viejo guitarrero”.
Arturo Prado se llamaba. El chipi Prado le decían, en quechua. Mono Prado, en español. No era un familiar suyo, pero aquel viejo guitarrero le dejó en herencia su sabiduría, su fuerza expresiva.
En correspondencia, Manuelcha también lo inmortalizó en complicidad poética con Carlos Falconí, quien vistió al huaino extraño con letras en quechua: Maypiraq Chipillay Prado, llakillay takiykunanpaq. “Dónde estará mi monito Prado, para que cante mis penas”.
Manuelcha apunta que la guitarra de Arturo Prado provenía de la escuela huamanguina. “Él se asentó en Puquio, casado con una lugareña de Puquio. Creo que la había conocido en la universidad de Huamanga. Entonces se asentó en mi tierra y empezó a irradiar su gran sabia musical, en solo de guitarra”.
Percy Gerónimo Prado, hermano menor por un año de Manuelcha, recuerda algo más. Tenían 4 y 5 años cuando su madre, que era maestra, se iba a enseñar a un pueblito llamado Ayalca. Los niños se quedaban al cuidado de la abuela ‘mama Bárbara’. Hubo ocasiones en que les tocó visitar a la madre maestra y hacían un viaje acaso eterno de dos días.
“Y en el viaje había un montón de pueblitos donde se escuchaba puro arpa y violín —recuerda Percy, detrás del hilo telefónico—. No había nada de guitarra. Había fiestas patronales; tooodo era arpa y violín”.
Lo que cuenta Percy es clave para entender la solvencia de Manuelcha para los pasos gigantescos que dio en la innovación de la técnica de la guitarra.
La innovación técnica
Manuelcha nunca estudió en un conservatorio. Hizo algo mejor: les dio insumos a los músicos académicos para que estudien.
“Yo soy autodidacta —explica—. He tenido que trabajar duro en la guitarra. Hurgar en ella y descubrir sus posibilidades sonoras. Robando de aquí, de allá, los elementos técnicos de los músicos que veía al paso”.
—¿Quiénes más son de la generación de Arturo Prado en el formato del solo de guitarra?
— En Ayacucho, don Raúl García Zárate es relativamente coetáneo, un poco menor, quizás. También de esa hornada es el gran Alberto ‘Ractaco’ Juscamayta, que vive su gloriosa ancianidad en Cusco.
—¿Es posible trazar una línea de tiempo de los principales guitarristas de Ayacucho?
—Sí, por supuesto —Manuelcha lanza esta frase, mientras sus manos juegan con algunos acordes sobre su guitarra, en su estudio y centro cultural en el cercado de Lima.
—¿Quiénes son?
—El Taca Alvarado. Osmán Del Barco, amigo de César Vallejo; él vivió en París, estudió la música clásica, volvió a Ayacucho e irradió su musicalidad y cantó música ayacuchana.
Manuelcha incluye en la lista a Ractaco Justacamayta, Arturo Prado, Raúl García Zárate y Daniel Kirwayo. También a Fredy Flores, “un maestro de una afinación importante en la música andina que es el baulín”.
En 1982, a los 25 años, Manuelcha grabó su primera producción, “Guitarra indígena”, que llegó como un destello. Toda la fuerza indígena, el sonido del viento, el canto agudo del violín, el tañido grave de los bajos del arpa y una variedad de afinaciones. Todo eso con una fuerza expresiva que nos evoca al universo arguediano. Todo eso comprimido en una producción que ya forma parte de nuestro patrimonio musical.
Por un lado, la variedad de afinaciones. “La ‘Fiesta del agua en Puquio’ es en un temple que el maestro chipi Prado lo llamaba el temple decente (sexta cuerda en Fa). El ‘Puquio Tusuy’ (tiene) la afinación universal”.
—¿Y el ‘Atipanakuy’?
—Está afinado en el temple decente. Pero también hay otro ‘Wallpa Waccay’, danza de tijeras, donde uso una afinación para tocar en Fa mayor. El ‘Chiquituku’ (“búho malagüero”) y ‘Ofrenda’, dos temas cantados, están en temple baulín.
Como a Vallejo en las palabras, a Manuelcha Prado le resultó insuficiente el bagaje de afinaciones. Entonces decidió crear una nueva afinación.
—El ‘Wasichacuy’ (techado de casa) se me hizo muy difícil. Entonces yo tuve que inventar una afinación. Don Raúl (García Zárate) tuvo la gentileza de llamarlo la ‘afinación Manuelcha’.
—¿Y cómo es la afinación o temple Manuelcha?
—Es para tocar en Re mayor, con la sexta en Fa sostenida.
Además de la complejidad en las afinaciones, Manuelcha fusiona en el formato del solo de guitarra la línea melódica del violín y los bajos del arpa de la música que escuchaba en sus viajes de infancia en Puquio.
Parte del logro en sus arreglos es la adaptación de los glissandos del violín. Esos arrastres en la digitación de la mano izquierda son la esencia del sonido embrujado de la guitarra de Manuelcha, en los arreglos que hizo de las danzas de tijeras.
Una nueva afinación y nuevas técnicas en la digitación. Aportes de Manuelcha. Pero hay algo más: el sentimiento.
—Yo creo que eso es lo más importante —sentencia—. La técnica es el vehículo que tienes que construir para poder llevar al gran pasajero, al gran rey que es la música. Pero para mí el elemento esencial es precisamente el espíritu que está detrás de las notas. Tiene que haber una musicalidad, una espiritualidad.
Luego vino el trabajo, acaso en hermandad, con el estudioso y músico peruano Javier Echecopar, para trasladar los arreglos de Manuelcha a un soberbio libro de partituras de especial dificultad técnica.
“Es un trabajo que tomó muchísimo tiempo —recuerda ahora Echecopar, en diálogo telefónico—. Tomó muchísimo tiempo tanto para él (Manuelcha), como para mí”.
El libro fue publicado en 1990. La edición hoy es inubicable. La técnica de Manuelcha llevó a Echecopar a agregar cuatro páginas adicionales en la publicación, explicando simbología musical. Algo que también hizo con Raúl García Zárate.
Manuelcha tuvo dos nacimientos. Nació a la vida en el barrio Pichkachuri de Puquio, en 1957. Nació a la música en una chichería, en 1969. De esto último ya va medio siglo y este guitarrista de melena color ceniza no ha dejado de pensar en nuevos proyectos, al amparo, según proclama, “de su segunda juventud”.
—¿Hay géneros que te hubiera gustado explorar más del mundo andino, Manuelcha?
— Del mundo andino, he tratado e intento totalizar un poquito la música del sur, la música del centro, un poco la música de Áncash, pero quiero también viajar con fuerza hacia el Altiplano. El Altiplano creo que me espera. Hay una música linda, muy ancentral. El espíritu de Churata, el espíritu de los Valcárcel. Quiero vivir allá un tiempo.
—¿Las pandillas?, ¿los sicuris?, ¿en qué estás pensando?
— Los huainos. Estoy pensando en los huainos. Estoy pensando en un sicuri, en un casarasiri o en una marinera. Estoy pensando en algunos temas nativos tocados con tarcas.
Medio siglo ha transcurrido desde aquel descubrimiento musical en una chichería de Puquio, Manuelcha. Trece discos en tu alforja. Célebres composiciones con poética andina: Trova de Amor, Trilce, Lucero, Piedra. El canto al dolor del conflicto interno plasmado en un disco con Carlos Falconí. Fusiones urbanas en comparsa con el Chano Díaz Límaco. Medio siglo surcando la vida. Medio siglo, Manuelcha.
(Texto original publicado el 8 de diciembre de 2019 en La República).