Perfiles

Pucarina: Una flor que no marchita

Un cuarto de siglo no ha sido suficiente para silenciar la voz de Flor Pucarina. En las siguientes líneas, desde el valle del Mantaro, valiosos retazos de la historia de una de las flores más representativas de la música andina peruana.

Flor Pucarina. Ilustración: Camila Vera Criollo

Veinticinco años lleva Flor Pucarina cantando desde su inmortalidad. Desde su partida física, muchas versiones se han tejido sobre su biografía. Que Leonor no era su verdadero nombre. Que era una mujer sufrida. Que era bien entrada a la vida bohemia. Que siempre estuvo sola. ¿Qué más no se ha dicho de esta mujer que en vida derramó lágrimas en forma de mulizas y huaynos?

La Pucarina fue una flor que llegó al mundo en vísperas de primavera. Nació en la mañana del 21 de setiembre de 1935, en el barrio 28 de Julio de Pucará, tierra del huaylarsh, al sur del valle del Mantaro.

En sus años de gloria todos la conocieron como Leonor Chávez Rojas, pero distinta es la información que registra su partida número 1109 del municipio de Pucará: a los once días de haber dado a luz, su madre, doña Alejandra Rojas Yparaguirre, dio aviso del nacimiento de “una niña llamada Paula y Efigenia, hija tercera e hija natural de la declarante y de José Félix Chávez”.

Paula y Efigenia Chávez Rojas era el nombre de la pequeña cuyo talento natural, con el tiempo, habría de cautivar a miles de provincianos afincados en la capital.

Sus primeros días transcurrieron en un entorno de pobreza. Testigo de excepción de aquellos años es don Sebastián Ramos Vila (86 años), un vecino que vivía a escasas dos cuadras: “Desde que era pequeña la he conocido. Era bien sencilla. Andaba con su falda y su blusa de tocuyo (bayeta). Sin zapatos”.

Don Sebastián no recuerda haber visto al padre de Paula y Efigenia. Lo poco que se sabe de José Félix Chávez es que durante su paso por Pucará, trabajó en una sede de la Caja de Depósitos y Conciliaciones del Banco de la Nación. Nada más.

En Pucará, una pariente lejana, Delia Loardo Loardo (62 años), recuerda más bien que la pequeña Paula y Efigenia llegó a tener hasta cuatro hermanos de madre: Ricardo Loardo Rojas, Ricardo Huacaychuco Rojas, Rayda Huacaychuco Rojas y Humberto Egoávil Rojas.

El exalcalde de Pucará, Daniel Díaz Erquinio, tuvo referencias de primera fuente sobre la falta del calor paterno en la futura cantante: “Doña Alejandra cocinaba en el restaurante de mi tío Ernesto Díaz, en la plaza de Pucará. Su hija (Flor Pucarina) creció sin el cariño de su padre. Entonces, encontró la figura paterna en Ernesto y mis otros tíos”.

El éxodo hacia la capital se produjo en 1944. La pequeña Paula y Efigenia y su madre se establecieron en el distrito La Victoria, y al poco tiempo empezaron a vender verduras en La Parada. Con los años, la hija empezó a acudir a los coliseos y desde el público dejaba escuchar su soberbia voz entonando algunas rancheras. Fue entonces que los hermanos Teófilo y Alejandro Galván la habrían conocido y la llevaron ante el responsable de uno de los coliseos, César Gallegos, para que pueda realizar su primera presentación. La primavera de su vida recién empezaba para Flor Pucarina.

Ayrampito

Distintas versiones coinciden en que un 8 de diciembre de 1958, a los 23 años, debutó Flor Pucarina en el coliseo nacional de La Victoria, interpretando una muliza de don Emilio “Moticha” Alanya: Falsía. Los mismos hermanos Galván la habrían bautizado con aquel nombre artístico.

Durante aquellos años, la hasta entonces Paula y Efigenia habría tramitado en Lima el cambio de su nombre por Leonor Efigenia Chávez Rojas. Y así se hizo conocer ante el público y en sus discos: Leonor Chávez Rojas.

Una noche de bohemia, Leonor coincidió con Julio Rosales Huatuco, un músico jaujino que integraba el conjunto Los Pacharacos. Notificado en vivo y en directo del talento de aquella mujer, don Julio recuerda hoy, a sus 82 años, que fue a buscar a los compositores Tomás Palacios y Emilio “Moticha” Alanya, y consiguió de ellos una canción inédita para grabar.

El inicio no fue fácil. Por aquellos años, era un pecado social interpretar huaynos en la capital. Julio Rosales fue a la disquera Virrey en busca de su gerente, Polidoro García, quien rechazó de plano la propuesta de grabar con Pucarina. El huayno no era rentable. El folclor vendía apenas 300 discos. Los Pacharacos con las justas vendían mil discos. Eso era todo.

Julio Rosales estaba buscando otras salas cuando el mismo Polidoro García lo buscó para informarle que habían decidido asumir su propuesta. Julio Rosales se encargó del marco musical con su naciente orquesta Los Engreídos de Jauja. “Grabamos desde las diez de la mañana, hasta las cinco de la tarde”, recuerda. El disco salió y aquellas primeras letras cantadas desde el alma impactaron de inmediato en los mortales: “Estoy muy triste, en la vida, malaya mi destino, Ayrampito”.

Los miles de discos vendidos dieron paso a nuevas producciones. Con su voz, Pucarina registró canciones de notables compositores andinos como Zenobio Dagha (“Sola, siempre sola”), Juan Bolívar Crespo (“Tú no más tienes la culpa”) y Carlos Baquerizo (“Noche de luna”).

En las radios de música andina se hicieron conocidas canciones de esta generación de oro que también tuvo a autores como Panchito Leyth Navarro (“Mi dueña”), Paulino Torres Torres (“Trencito macho”) y los hermanos Emilio Alanya (“Ayrampito”) y Máximo Alanya (“Vida bohemia”).

El canto de Flor Pucarina sonaba triste. Quienes la conocieron coinciden en señalar que los primeros años de pobreza marcaron su vida y su canto. Antes de entrar a grabar o antes de subir a un escenario, recuerdan, la artista del pueblo solía tomar una botellita de ron Cartavio “para hacer pasar los nervios”, y su voz fluía con mayor sentimiento.

Y con ese sentimiento, Flor Pucarina llegaba a lugares impensados. Su sola presencia cautivaba a los mortales. Un traje típico del valle del Mantaro y una rosa junto al sombrero es la imagen que muchos conservan de ella sobre el escenario.

El guitarrista Julio Humala recuerda haberla acompañado en una presentación en Lima: “Quedé anonadado con tremenda personalidad. Flor Pucarina se paraba y llenaba todo el escenario, era dueña. A la gente yo los he visto con una devoción, casi con lágrimas en los ojos”.

Otra artista peruana que compartió escenario y la recuerda con mucho afecto es Martina Portocarrero: “Lo que más me fascina hasta ahora es su timbre de voz y el sentimiento con que interpretó no una sino todas las canciones. Pucarina es la más grande cantante popular con arraigo de masas que ha tenido el Perú hasta ahora”.

El canto de Flor Pucarina era remedio para los corazones heridos. Pero con todo, ella nunca pudo curar su alma dolida. En pleno apogeo de su vida, la flor empezó a marchitar.

El último canto

 Los cantos de sufrimiento siempre mostraron a Flor Pucarina como una mujer de amores esquivos. Pero una partida de matrimonio del municipio de La Victoria contradice, en parte, esta versión. Leonor Chávez Rojas se había casado casi a escondidas con Humberto “Huachito” Sarmiento Herrera, un 14 de noviembre de 1964. Ella tenía 29 años y él, 35. La relación duró ocho años. Luego vino la separación. Luego el divorcio.

Julio Rosales recuerda que a Flor Pucarina “la perseguían ilustres personas, ministros, generales, coroneles”, pero ella decidió estar sola, siempre sola, tal como proclamaba en una de sus canciones.

La noticia del otoño de su vida le llegó en 1983, cuando empieza a sentir los primeros síntomas de una infección renal. Desde entonces, sus canciones eran más bien plegarias: “No te apagues, corazón, por Dios, no te apagues”, rogaba en las letras de una muliza.

En 1986 fue internada en el hospital Rebagliati. Al año siguiente, sus seguidores promovieron una actividad en Huancayo para recaudar fondos pero ya era tarde.

Flor Pucarina, resignada, grabó en 1987 su último disco. El huayno “Mi último canto”, que inicia con el sonido fúnebre de una trompeta, era más bien el himno de su despedida. Flor Pucarina interpretaba sus huaynos con una voz acaso más triste: “Si el destino estaba escrito, ya no hay remedio”.

Quienes la visitaron en sus últimos días, en la habitación 32 del Rebagliati, solo encontraron palabras de despedida:

—Machito, no me olvides y ten presente mis canciones —le pidió a su amigo y empresario Marcelino López.

—Julio, ven, más bien ahora vamos a despedirnos ­—le dijo a su músico Julio Rosales.

—Me voy al cielo, te jalo —le bromeó al periodista huancaíno Guillermo Joo, mientras registraba sus últimas imágenes en vida.

En la mañana del 5 de octubre de 1987, hace 25 años, murió la Flor Pucarina. Su partida multitudinaria causó sorpresa en los medios capitalinos. “Había gente, más que con Odría, más que con Haya de la Torre. Desde la Plaza de Armas salimos a las diez de la mañana y llegamos al cementerio El Ángel recién como a las cinco de la tarde”, recuerda Marcelino López.

Más de treinta músicos de orquestas típicas escoltaron a la Faraona del Cantar Huanca. Lo hicieron interpretando sus mulizas y huaynos, en coro con la gente. Aquel atardecer, Flor Pucarina fue despedida en el cementerio El Ángel y el perfume triste de su canto se esparció hacia la eternidad.

(Texto original publicado en la revista Hildebrandt en sus trece, en la edición del 19 de octubre del 2012).

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